lunes, 27 de mayo de 2013

el día que stephen frears me llamó nazi

y sádico. y mal padre. y...

inauguramos así la anunciada serie de entradas sobre batallitas varias asociadas a la añorada sección la horma de mis zapatos del magazine de el mundo.

esta, en concreto, ocurrió el 12 de enero de 2010. el director de las amistades peligrosas había venido a madrid a promocionar chéri, basada en la novela de colette del mismo título y protagonizada por michelle pfeiffer. mantenía la habitual rueda de entrevistas en el santo mauro, un distinguido hotel en el centro de madrid. nos habían citado a media tarde, a la hora del té, más o menos.




empezamos con el cuestionario mientras en otra sala chema conesa iba montando el marco que usábamos para la foto. frears no sabía en qué consistía lo del zapato, y yo ese día no llevaba ningún ejemplo, así que le conté que era una entrevista en la que tomando como excusa el calzado tratábamos de averiguar cómo veía el mundo el entrevistado. puso gesto entre la sorpresa y la risa y empezamos.

alguna pregunta le debió de parecer absurda, cuando no directamente ridícula, pero otras se las tomó con interés y acabó entrando en el juego, tal vez algo desconcertado. había un traductor, pero apenas intervino un par de veces. hablamos de la película, de la edad, de mujeres, del estado del mundo... terminamos y le acompañé a la sala donde estaba montado el marco, que era también donde estaban esperando los colegas que le harían las siguientes entrevistas.

cuando le pedimos que se pusiera al otro lado del marco y se quitara un zapato (las clásicas converse de lona negra con puntera de goma), la sorpresa, la risa, el ligero desconcierto empezaron a transformarse en mosqueo a duras penas contenido. tan a duras penas que cuando chema llevaba cinco o seis disparos, frears decidió que hasta ahí había llegado el asunto. salió del marco, dijo airado que qué era todo aquello, que en su vida le habían humillado así, añadió, incluso, un comentario bastante misterioso: "yo no he obligado nunca a un actor a hacer algo parecido..." y se largó.

nos quedamos planchados, pero, bueno, la entrevista estaba hecha, había foto y, aunque ni una cosa ni otra eran de pulitzer, se trataba de stephen frears: mi hermosa lavandería, las amistades peligrosas, alta fidelidad, la reina... un protagonista de altura para la sección. recogimos y nos largamos.

iba en el metro cuando me sonó el teléfono. que si podía volver al santo mauro que frears quería hablar conmigo. volví. el director británico me pidió que no publicara la entrevista. y en qué momento se me ocurrió decir que esa decisión no la tomaría yo sino mi redactora jefe. tomó la directa y empezó la retahíla: que le había engañado. que era un sádico. que eso no era muy distinto de lo que hacían los nazis.  

a todo esto, el traductor, que era el único que mantenía la profesionalidad en esa habitación, iba diciendo en ese catellano impersonal que solo consiguen los traductores simultáneos y las máquinas de tabaco: "es usted un sádico"; "lo que ha hecho no es muy distinto de lo que hacían los nazis"...

frears iba a más: que si tenía hijos. que era un pésimo padre. que madurara. ¡que leyera a freud! yo, cada vez más apocado. y el traductor, a lo suyo; "es usted un mal padre"; "debería leer a freud...". desde fuera debía de ser la mar de cómico, la verdad...

la entrevista no se publicó en su día. no es que fuera gran cosa. tres años después, esto es lo que he podido rescatar, por si a alguien interesara:

stephen frears
"no la he visto, pero resacón en las vegas es una de las tres mejores películas del año pasado"  

¿cómo se ve el mundo desde los zapatos de stephen frears?
je, je, je, je... soy muy, muy inglés. la idea de estar en madrid me parece exótica, a pesar de que hoy esté lloviendo. ¿qué más puedo decir?
pero, ¿le parece un lugar agradable para vivir?
¿el mundo? ¡es un lugar catastrófico! pero mi vida es muy agradable: estoy rodeado de gente estupenda, mis hijos son estupendos, mi mujer también, mis amigos... llevo una vida tranquila; gracias a dios, hago las películas que quiero hacer; el gobierno de mi país es una vergüenza... no sé...
estrena chéri. ¿cómo cree que se ve desde los zapatos de lia, el personaje que interpreta michellle pfeiffer?
no puedo contestar a eso. la verdad es que yo llevo una vida cada vez más retirada con mi familia y mis amigos.
en la película se la ve a ella muy preocupada, muy nerviosa ante el hecho de envejecer. ¿a usted le ocurre lo mismo?
todo el mundo lo está. ¿usted no? envejecer es horrible. luego descubres que también tiene sus cosas buenas. pero asusta.
¿cuanto mayor se hace uno más asusta?
no, creo que te acabas acostumbrando. y me he dado cuenta de que las mujeres, una vez lo aceptan, llegan a cierto estado de felicidad, se vuelven anárquicas, lo que me encanta. creo que las mujeres lo llevan mejor que los hombres, aunque la mayoría de la gente piense lo contrario.
seis actrices han optado al oscar con películas suyas [ glenn close y michelle pfeiffer por las amistades peligrosas; angelica huston y annette bening por los timadores; judi dench, por mrs henderson presenta, y helen mirren por the queen]. una incluso lo ha ganado, helen mirren. ¿es bueno trabajando con mujeres?
bueno, las mujeres con las que he trabajado siempre han sido muy, muy interesantes y han tenido mucho talento.
pero, ¿es usted bueno con las mujeres?
eso pregúnteselo a ellas...
¿qué es lo que más valora de una mujer?
se saben los papeles, son muy realistas en todo lo que toca a su trabajo. los hombres son mucho más neuróticos y mucho más ansiosos.
a pesar del estereotipo contario de la mujer neurótica...
sí. por lo que yo he visto, es justo al contrario.
¿qué es lo primero que le mira a una mujer?
la cara. ¿qué va a ser si no? me gusta que sean generosas y fuertes.
ha dicho que esta es su película más extrema...
sí, no sé qué quise decir. ese día debía de estar loco...
¿cuál es su principal virtud?
supongo que el hecho de tener una sana curiosidad sobre el resto de la gente. me gusta ver que los demás hacen bien su trabajo.
¿y lo ve a menudo? el trabajo bien hecho, quiero decir...
sí, claro que sí.
no me refiero solo al cine...
sí, creo que sí, que la gente suele hacer bien su trabajo.
¿cuál es la mejor película que ha visto este año?
ha habido tres muy buenas, pero solo he visto una: un profeta (jacques audiard, 2009), resacón en las vegas (todd phillips, 2009) y fish tank (andrea arnold, 2009). fish tank es maravillosa. las otras dos no las he visto, pero sé que son muy buenas. pero tres, no más...
¿son menos que otros años?
¡qué va! de hecho, parece que este año ha sido bastante bueno...

martes, 21 de mayo de 2013

zapatos que nunca veré

hace hoy justo un mes, el pasado domingo 21 de abril, se publicó en magazine la entrevista de los zapatos con el expresidente del parlamento europeo enrique barón. fue la última. la sección, nacida en febrero de 2008, ha dejado de publicarse. hace unos días encontré una lista elaborada al poco de que echara a andar. eran 25 candidatos, 17 de los cuales no llegaron a enseñar su calzado por una u otra razón: antonio maría rouco varela, juan josé ibarretxe, mario vargas llosa, enrique morente, manolo blahnik, lorenzo fluxá, larry page, jordi hurtado, bibiana aído, karmentxu marín, carlos saura, aitana sánchez gijón, miquel barceló, jorge herralde, esther tusquets, elvira lindo y ana blanco.

ya no podrá ser... 




han sido más de cinco años en los que varios redactores (mercedes ibaibarriaga, juan carlos rodríguez, javier caballero, maría tapia, azucena sánchez mancebo y un servidor) y varios fotógrafos (chema conesa, luis de las alas, ricardo cases, antonio heredia, rosa muñoz, roberto cárdenas, thomas canet y sergio enríquez) hemos entrevistado y retratado a premios nobel, campeones del mundo, sabios, colegas, sex symbols, algún vendemotos y,sí, a la mitad del reparto de cuéntame

en esos cinco años ha habido anécdotas e historias curiosas. como la del peluquero rastafari de patrick dempsey o el día en que el realizador británico stephen frears me llamó nazi. iremos dando cuenta de ellas en este blog.

ah, por cierto, la foto del marco vacío que se ve arriba es de josé maría presas. sin su paciencia y su colaboración la sección no hubiese salido adelante.

martes, 14 de mayo de 2013

de ratones y hombres de teatro (miguel del arco inédito)

ayer se entregaron en madrid los premios max de las artes escénicas. carlos hipólito ganó el de mejor actor protagonista por su papel en follies. pero la historia que sigue tiene más que ver con los otros dos candidatos, fernando cayo y roberto álamo. más concretamente, con george y lennie, sus respectivos personajes en de ratones y hombres. y más concretamente todavía, con miguel del arco, el director de la función.

de ratones y hombres es una novela breve y desoladora, una historia trágica sobre amistad, lealtad e ilusiones truncadas que quien sea capaz de leer sin emocionarse es un insensible o, sencillamente, un gilipollas.



 "los hombres como nosotros, que trabajan en los ranchos, son los tipos más solitarios del mundo. no tienen familia. no son de ningún lugar. llegan a un rancho y trabajan hasta que tienen un poco de dinero, y después van a la ciudad y malgastan su dinero, y no les queda más remedio que ir a molerse los huesos en otro rancho. no tienen nada que esperar del futuro. [...] ¡pero nosotros no! y, ¿por qué? porque... porque yo te tengo a ti para cuidarme, y tú me tienes a mí para cuidarte. algún día vamos a reunir dinero y vamos a tener una casita y un par de acres de tierra y una vaca y unos cerdos. y viviremos como príncipes, y tendremos muchos conejos...".   



john steinbeck la escribió en 1937, con tanto éxito que dos años después el propio autor la adaptó al teatro para su estreno en nueva york. transcurridos 75 años de la publicación de la novela, el 8 de marzo de 2012, se estrenó en el teatro arriaga de bilbao una nueva adaptación, esta de miguel del arco y juan caño arecha, con dirección del propio del arco.

cuenta la historia de dos braceros que se van ganando la vida de finca en finca en california en los días de la gran depresión. lennie es retrasado y george vela por él cumpliendo con el encargo que de manera tácita le encomendó la tía clara. ni la novela ni la adptación relatan la infancia de los protagonistas o entran apenas en quién era la tía clara. y del arco pensó que, para que los actores se fueran metiendo en sus papeles antes de los ensayos, sería buena idea inventarles un pasado a george y a lennie y retratar a la tía clara.

lo hizo en dos deliciosos textos,16 folios en total, concebidos para uso exclusivo suyo, de fernando cayo y de roberto álamo. 

el domingo 28 de abril publicamos en magazine una breve entrevista con él en la que comentó, entre muchas cosas que hubo que dejar fuera, que había escrito aquello. le pregunté si tendría inconveniente en mandármelo y en que lo volcara en este blog. me dijo que se lo pensaría.

se lo ha pensado. para él esos dos textos no dejan de ser una herramienta escénica. yo veo en ellos un hermoso prefacio a de ratones y hombres. los vuelco tal cual los envió hace unos días.




Lo que viene a continuación son dos textos que escribí para el primer encuentro con Fernando Cayo y Roberto Álamo, los actores que había elegido para interpretar a George y Lennie, los dos protagonistas de De ratones y hombres de John Steinbeck.


Diario de la tía Clara.

Mi hermana ha muerto. Me han devuelto la última carta que le envié con una sola palabra escrita en un golpe de matasellos: defunción. Le escribía todas las semanas. Una tras otra a pesar de que nunca volviera a responder a mis cartas desde que las cosas empeoraron con su marido. Ese ratito de escritura semanal se había convertido en la única forma de mantener contacto con ella. Como no me las devolvían, alimentaba la secreta esperanza de que mi hermana las recibía. Jugaba a imaginarla saliendo a hurtadillas de la casa para esperar al cartero e interceptar la carta antes de que su marido lo hiciera. Escondida en el baño para abrirlas. Tapándose la boca con la mano para ahogar las risas o la emoción que le producían mis palabras y que él no la oyera… Ahogar las risas… Debería haber hecho algo. Denunciar a esa bestia inmunda. Negarme a abandonar su casa cuando el me empujó escaleras abajo. El terror había paralizado a mi hermana. Metí algo de ropa en una maleta e intenté sacarla de esa casa que se había convertido en prisión. Él apareció antes de lo previsto. Arrancó mi mano de la de mi hermana y la empujó salvajemente escaleras arriba. Se detuvo un instante y se volvió hacia mí. Me dijo que si volvía a aparecer por su casa acabaría conmigo. Que me hiciera a la idea de que mi hermana había muerto porque nunca más la volvería a ver. Debería haberme negado. Debería haberme mudado a la ciudad para alquilar una casa frente a la suya. Aunque solo hubiera sido para que mi hermana me viera por la ventana. Que supiera que no estaba sola. La dejé sola. Defunción. Mi hermana ha muerto. No sé a cuál de los dos sentimientos que me estrangulan dar rienda suelta para sacudir mi alma: la devastadora tristeza que me produce pensar que nunca más volveré a verla o el alivio ante la seguridad de que el sufrimiento constante que padeció en vida por fin ha terminado. Mi pobre hermana. Tan lejos de mí. Tantos años sin vernos. Sin poder servirle de consuelo. Pido a dios que ilumine mi alma para que sosiegue otro sentimiento que se abre paso en mi corazón con la misma fuerza que el dolor: el odio infinito hacia el ser que se la llevó con la promesa de una vida mejor. Asesino. Maldito seas.

 Siempre supe que él no era una buena persona. Quién sabe si la insistencia con la que traté de convencer a mi hermana para que no se casara con él contribuyó a dar aún más fuerza a sus planes. Locamente enamorada. Tanta alegría. Su primer y único amor. Ahora ya nada importa. Ella no está. Mi pena es infinita. Después de tantos años de vida solitaria, el silencio, siempre de mi parte, me rompe y me asfixia. Cómo me gustaría que llegara la mañana para que entraran los niños a la escuela y llenaran este vacío tenebroso con sus risas y sus voces. Mi hermana ha muerto. Mi hermana. Descansa en paz, mi bien. Que dios te dé la paz que ese hombre nos arrebató; y el sufrimiento y el dolor que te infligió lo persiga hasta el final de sus días.

¡Mi hermana tenía un hijo! Un niño. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no ponerme a gritar de alegría frente a la persona que ha venido de la ciudad para darme la noticia. Un hijo de mi hermana. El marido de mi hermana, su asesino, está en la cárcel y han venido a preguntarme si yo me haría cargo de la criatura. ¡¿Que si me haría cargo?! Mi casa, mis brazos y mi corazón se abren de par en par para recibir al hijo de mi hermana. Cariño mío, cuidaré de él como si fuera mi propio hijo. Es mi hijo. Nuestro hijo. Nuestro niño. Le hablaré de ti todos los días. De tus ojos, de tu piel, de tu pelo, de tu risa. Tu risa. Y mi pena se tornará en alegría pensando que al acariciarlo te acaricio a ti. Mi niña. Alegría, alegría insospechada en medio de este páramo de tristeza.

Hoy ha llegado Lennie. Es un crío enorme. Tiene nueve años… Eso me ha dicho el hombre que lo acompañaba. ¡Nueve años! Hace nueve años que mi hermana trajo un hijo al mundo y yo no sabía nada. Separadas solo por unos cientos de kilómetros que se tornaron insalvables por un muro irracional. Vuelve la arcada. Señor, ayúdame a deshacerme de esa fuerza sobrenatural que me arrastra. Calma este vómito de ira y ayúdame a transformarlo en amor para este niño.

Lennie apenas habla. Parece tan asustado y desubicado. No dejo de pensar en lo que habrá pasado en estos primeros años de su vida donde todo debería haber sido juego y amor. Pienso en mi hermana dejándose literalmente la vida para proteger a su hijo del horror en el que vivían. No, no hay perdón. El dolor me separa de dios y esta incapacidad para la compasión agranda la distancia. No hay perdón, no lo hay. No quiero que lo haya.

Me tranquiliza ver comer a Lennie. Devora con apetito cuanto le sirvo. Sin atisbo de expresión en su rostro. Como un sonámbulo. He intentado conversar con él y solo le he arrancado algunos monosílabos después de insistir una y otra vez. Paciencia y amor. Eso es todo lo que necesita; y yo voy a darle el amor infinito que me unía a mi hermana y toda la paciencia que sea necesaria.

Establecer contacto visual con Lennie es toda una hazaña. Sus ojos no parecen estar entrenados para ver. No mira, no habla, no sonríe… como si tratara de ser invisible. Tal vez a eso se haya dedicado todos estos años: no dejarse ver para sobrevivir al monstruo. Cuando le he llevado a la habitación me ha preguntado por su madre. Se me ha partido el alma. No es consciente de que su madre ha muerto. ¡Cómo podría serlo un niño de nueve años si ni siquiera yo misma soy capaz de concebir la idea de que mi hermana ya no está en este mundo! ¡Qué no habrá tenido que padecer esta criatura! ¡Qué no habrá visto! Tal vez estaba allí cuando todo sucedió. Creo que está en shock. Dios mío, ilumina mi camino para que pueda abrirme paso hacia él. ¡Tiene los ojos de mi hermana!

Algunas luminarias en el camino ciego que recorro para intentar encontrarme con Lennie. Anoche le escuché gritar. Terrores nocturnos. Tal vez mi desasosiego venga por la falta de costumbre en este tipo de sucesos. Mi día a día con los niños se da en la escuela y aunque se establezcan momentos de intimidad con ellos, está siempre teñida por la autoridad que represento. Nunca había estado tan cerca de sentirme “madre” con todo lo que esta enorme palabra significa. Acudí corriendo a su cuarto en cuanto le oí gritar. Lennie tenía los ojos cerrados. Se agitaba en la cama como si intentara con todas sus fuerzas soltarse del sueño que lo atrapaba. Y fuerzas tiene. En el intento de sujetarlo para calmarle me dio con un brazo y me lanzó al otro lado de la habitación. Bien es cierto que con nueve años Lennie es casi tan alto como yo pero su fuerza no parece muy normal. Por fin abrió los ojos. Aún más desubicado que de costumbre. Miró la habitación donde ya lleva viviendo un mes, como si la viera por primera vez. Escrutó mi rostro como si nunca me hubiera visto antes. Me senté a su lado. Intentaba calmarle con mis palabras. Le dije que no pasaba nada, que todo estaba bien, que estaba a salvo, que yo cuidaría de él… Sin darme cuenta mi salmodia tranquilizadora se convirtió poco a poco en canción. Una canción que nos cantaba mi madre a mi hermana y a mí. Para mi asombro Lennie completaba las sílabas finales, entonándolas con torpeza. ¡Mi hermana le cantaba la misma canción! El crío se fue sosegando lentamente. De pronto levantó la mano y cogió un mechón de mi pelo. Lo acariciaba con suavidad. Enredaba su dedos entre los mechones como algunas veces he visto hacer a los recién nacidos cuando sus madres los amamantan. El momento hilarante llegó cuando, profundamente dormido, pero sin soltar mi pelo, se enroscó hacia el otro lado. Me arrastró hasta obligarme a tumbarme junto a él. Durante un rato estuve intentado librarme de aquella especie de cepo hasta que la tranquila cadencia de la respiración de Lennie me contagió su paz. Me apreté contra él y, casi de forma inmediata, concilié un sueño profundo. Arrastrada por un sentimiento de amor como nunca pensé que fuera posible experimentar. ¡Qué sola he estado hasta ahora sin apenas ser consciente de ello! Ahora entiendo que mi hermana se fuera con aquel energúmeno sin atender ninguna de mis súplicas. El amor, el amor. Yo seguiría a este niño hasta el fin del mundo. Mi querida hermana: abrazada a tu hijo me dormí abrazada también a ti.

No todos sanamos nuestras heridas de la misma manera. Tal vez no soy consciente de la cantidad de sufrimiento que ha padecido Lennie. Un sufrimiento que le ha obligado a replegarse hacia un agujero del que no sabe salir… ¡Clara! ¿Es eso o prefieres pensar así antes que enfrentar los temores que te rondan? Su comportamiento no responde sólo al estado de shock por la muerte de su madre o la violencia que su padre desatara contra ambos. Creo que Lennie presenta un retraso congénito, o tal vez ocasionado por algún acto violento de su padre contra mi hermana durante el embarazo o en los primeros meses de vida del niño. Un retraso, me temo, permanente. Lennie responde ante los estímulos externos como lo haría un niño de mucha menor edad. Los progresos, en estos cuatro meses que lleva viviendo en casa son evidentes. Lo que significa que es receptivo y que no ha sido debidamente estimulado. Ha ido perdiendo esta especie de estrategia defensiva del hombre invisible. Me sigue con la mirada a todas partes. Y comienza a ser capaz de construir frases algo más elaboradas. No sabe leer, por lo que dudo que haya ido a la escuela alguna vez. Está falto de ese estímulo que los niños obtienen de la convivencia con otros niños. Lo llevo conmigo a las clases pero aún no me atrevo a dejarlo solo en el recreo. Los críos pueden ser extraordinariamente crueles con los más débiles, y a pesar de que no me deja de asombrar la fuerza física de mi sobrino, sé que en el fondo está tan indefenso como un pajarillo caído del nido. Él también parece saberlo porque no se separa de mi lado un solo instante.

He tenido que buscar una estrategia para que Lennie no se duerma todas las noches con un mechón de mi pelo atrapado entre sus dedos. Justo cuando le ayudo a meterse en la cama y le canto o le cuento alguna historia, sustituyo mi pelo, antes de que su mano se cierre como una pinza, por un retal de pelo de conejo que recorté del cuello de un abrigo viejo. En una semana el tejido de la pequeña pieza ha quedado completamente destrozado a base de caricias. Se lo he ido cambiando por otros trozos hasta acabar con el cuello del abrigo. Siento que esa suavidad que Lennie tanto necesita es un poderoso vínculo con su madre, mi hermana. Un vínculo necesario para no rendirse por completo a la hostilidad de este mundo. Es muy mayor para muñecos pero aún así no me he podido resistir y le he comprado en el almacén del pueblo un pequeño conejo blanco y marrón. Dios mío, ¡cómo ha merecido la pena! Se ha puesto tan nervioso al verlo que se le saltaban las lágrimas. Abrazaba al conejo y luego a mí una y otra vez como si no fuera capaz de expresar su agradecimiento. Si la producción de amor fuera un valor tangible, solo la de Lennie sería capaz de salvar este país de la ruina.

Hoy hemos encontrado un ratón en casa. He conseguido atraparlo ayudado por Lennie. Antes de hacerlo he tropezado con una de las mesillas auxiliares del salón y me he caído al suelo. Por primera vez en este largo año desde que Lennie llegara a mí, he escuchado su carcajada. Una carcajada desentonada, como las primeras notas de un instrumento de viento que no ha sido debidamente templado. Música celestial para mis oídos. La risa que brota naturalmente de los seres humanos, no como escarnio, sino como punto de encuentro con el otro, destruye cualquier barrera que se interponga. Sus ojos y su cara se han iluminado. ¡Cómo me he reído viéndole perder el equilibrio por la convulsión de su propia risa! La piernas se le rilaban hasta que ha terminado por el suelo. Lennie no tiene filtros sociales. Expresa sus emociones de la forma más primitiva. Como hacen los niños. Pero Lennie tiene ya más envergadura que algunos hombres adultos que conozco. Me he acercado a él con el ratón en la mano. La risa ha cesado. Lennie lo ha contemplado como quien contempla un milagro. Lo ha cogido en su enorme manaza de cachorro. Los versos de Whitman han aparecido en mi cabeza como por arte de magia ante la admiración que se derramaba de los ojos de mi Lennie como torrenteras tras un aguacero de verano:

Creo que una hoja de hierba es tan perfecta
como una jornada sideral de las estrellas,
y que una hormiga,
un grano de arena
y los huevos del abadejo
son perfectos también.
El sapo es una obra maestra de Dios
y las zarzamoras podrían adornar los salones de la gloria.
El tendón más pequeño de mis manos avergüenza
a toda la maquinaria moderna,
una vaca paciendo con la cabeza doblada
supera en belleza a todas las estatuas,
y un ratón es milagro suficiente para convertir
a seis trillones de infieles.




Lennie lo ha acariciado durante unos instantes ensimismado como sólo él en el mundo puede ensimismarse. Las órbitas de sus ojos se abrían y se cerraban de una forma casi imperceptible, moduladas por el asombro de observar ese pequeño ser entre sus dedos. La calidez y suavidad de la vida en su mano. Pero la vida no es uniforme ni constante. Lo que para uno es calidez y suavidad, para otro es antesala de la quietud de la muerte. El ratón se ha revuelto intentando escapar de su encierro. Ha mordido a Lennie en el dedo. El crío ha apretado la mano de forma inconsciente y ha espachurrado al animal antes de que yo pudiera evitarlo. Lennie lo ha soltado mirando con extrañeza su inmovilidad. Lo agitaba cada vez más fuerte en un intento de devolverle a la vida que de forma tan incomprensible para él se había esfumado en un segundo ante sus ojos. Ha llorado como un niño de tres años cuando le he dicho que, una vez muerto, no se lo podía quedar. Que el ratón se pudriría y apestaría toda la casa. Muerte y corrupción son para Lennie dos conceptos imposible de asimilar. Ha llorado y llorado durante todo el día. Hasta que se ha quedado dormido de pura extenuación. Ha conseguido crisparme los nervios de tal manera con su llanto, con su incapacidad para comprender hasta los conceptos más sencillos, con su salmodia insoportable pidiendo una y otra vez el ratón que he echado de menos los días en los que vivía sola y era dueña de mi tiempo. Cuando podía leer o cultivar mi pequeño jardín. ¡Qué difícil es amar en su justa medida! No amar para satisfacer tu propia necesidad de que te amen sino en la entrega generosa y desinteresada de procurar lo mejor para el otro. Hoy he sentido a Lennie como una carga que habré de soportar el resto de mi vida y se me ha encogido el corazón. No sé si soy capaz de seguir asumiendo esta responsabilidad. Es tan vulnerable. Depende tanto de mí que por un momento me he sentido capaz de hacerle lo mismo que él ha hecho a ese insignificante ratón con tal de que se callara. ¿Tendrá todo el mundo este tipo de pensamientos atroces o es que soy la peor de las personas?

Lennie se siente cómodo en la rutina de nuestra vida. Su día se divide básicamente en antes o después de cada comida. Cuando apenas está devorando el último trozo de su plato, -hay que recordarle a diario que nadie va a venir a quitárselo y que no es necesario que bata ningún record mundial de velocidad de engullir- su primera pregunta es sobre lo que cocinaré para la cena. Una vez que ha cenado, pregunta, como si no hubiera comido en tres días lo que va a desayunar. No fija nada en su memoria salvo lo que tiene que ver con la comida. Nunca sabe a quién me refiero por un nombre propio. Es necesario que le ponga a la persona en cuestión un sobrenombre alimentario: la señora que hace ese delicioso pastel de manzana, el hombre que en las fiestas engulló más salchichas que nadie, el que nos regaló aquellos sabrosos chorizos, etc… Su simpleza me conmueve y me irrita a partes iguales. Es como tener un cachorro que crece y crece de tamaño pero nunca deja de ser un cachorro. Su afición a los ratones, a los que siempre termina aplastando, me trae a la memoria los versos finales del poema de Robert Burns, A un ratón al deshacerle su nido con un arado:

Uno más eres de los desdichados
que ven todos sus planes anulados
De ratones y hombres quedan truncados
los proyectos mejores.
¡Y en vez de éxitos anhelados,
nos quedan sinsabores!
Más ¡qué bien estás comparado conmigo!
Es el presente tu único enemigo:
pero ¡ay! ¡yo miro hacia atrás y veo, amigo,
un sombrío camino!
Y si miro adelante a oscuras sigo,
porque miedo me da cuanto adivino.

Qué será de Lennie, incapaz de recordar el pasado, fijar el presente o intuir el futuro… Lennie ya no recuerda a su madre. Tampoco los momentos terribles que vivió junto a su padre. ¿O tal vez sí? Tal vez lo recuerda todo pero tiene averiados las conexiones que nos permiten traerlos de vuelta para sacar conclusiones que nos ayuden a perfeccionarnos… o a hacernos peores personas alimentando el rencor. Olvidar los padecimientos pasados es algo a lo que aspira todo aquel que ha sufrido. Pero no olvidarlos por completo como si no hubieran sucedido. Tal vez superarlos para conseguir la felicidad en el presente o confiar en que se pueda conseguir en el futuro. Olvidarlos, no tener ninguna capacidad para registrarlos nos convierte en algo menos que un ser humano. Puede que el hombre sea el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra pero en algún momento el hombre debe aprender a sortearla si quiere subsistir. ¿En qué se convierte un hombre condenado a tropezar una y otra vez durante toda su existencia con la misma piedra? Lennie es Sísifo. Inconsciente de estar sometido a un castigo eterno pero eternamente castigado al fin y al cabo. Sin la capacidad para revolverse contra dios porque ignora su existencia y el castigo al que está sometido. Aún más vulnerable contra la ira divina o la humana por su incapacidad para reconocer sus señales cuando se cierne sobre nosotros e intentar sortearla o protegerse de ella. ¡Qué pena de hijo! ¡Cómo me angustia pensar en su vida sin mí!

Lennie no sabe lo que es el rencor. Si un compañero lo ha humillado, le ha pegado o lo ha sometido a una broma pesada, él lo saluda al día siguiente con la misma sonrisa y corre hacia él para ser incluido en el juego con todos los demás sin ser consciente que él y su estupidez es la causa de las carcajadas de todos los chicos. Se ríe con ellos como si conociera la razón. Me cuesta tanto controlarme en esos momentos. Correría hacia ellos para abofetearlos, para hacerles daño, para hundir sus estúpidas caras carcajeantes en el barro. También pegaría a Lennie. Siento la compulsión de golpearle para hacerle reaccionar. A veces me resulta inasumible su estupidez.

Lennie me acompaña a diario a la escuela. Limpia la pizarra, barre, arregla algún desperfecto. Obedece sumiso si le digo exactamente lo que debe hacer. Ni rastro de iniciativa propia. Le gusta mucho jugar con los críos, sobre todo con los más pequeños. Adoro ese momento. Sus risas. Es como un oso manso. Los críos reconocen su mansedumbre y no le tienen ningún miedo. Pero yo no quito ojo porque desconfío del autocontrol de sus fuerzas y temo que algún día lance a alguno de mis alumnos tan alto que haya que ir a recogerlo al otro lado del pueblo. Lennie es uno más. Mi eterno cachorro. Pero esta madre envejece y se llena de temor al pensar en la vida que tendrá cuando ya no pueda seguir vigilando, sirviendo de dique para evitar que la maldad del mundo se lo trague definitivamente. Siento que yo misma me vuelvo peor persona ante mi incapacidad para solucionar o paliar la incapacidad de Lennie. Ante la certidumbre de que le harán daño, de que le harán sufrir. Quisiera golpearlos a todos. Aniquilarlos. Gritar al mundo que no tiene derecho a tocar a mi niño. Y de pronto me encuentro con su mirada. Con sus ojos de cachorro que no albergan ni un ápice de maldad. Y todo vuelve a su lugar. Y me sosiego como si los ojos de Lennie fueran capaces de producir una brisa tibia que me envuelve y me susurra: tranquila, dios proveerá. La bondad existe porque Él la puso en el mundo… Pero en mi interior, señor, perdóname, sé que esto no es verdad. No lo es.

He invitado a George, el nieto de la señora Milton, a quedarse a vivir con Lennie y conmigo. Su abuela era su único pariente conocido y si yo no le ofrezco un techo y comida terminará en una institución oficial o dando tumbos por la calle. Esto que parece una acción desinteresada y generosa por mi parte, no lo es en absoluto. Se ha trazado en mi cabeza una especia de plan, descabellado e improbable, pero no sé qué otra cosa puedo hacer dadas mis circunstancias. Estoy enferma. No sé cuánto tiempo me queda, y tal vez sea mejor no saberlo para no vivir aún más angustiada. No me asusta mi propia muerte sino lo que mi ausencia pueda ocasionar a Lennie. Ya tiene quince años y sigue siendo como un niño de siete. Lee a duras penas a pesar de que le he dedicado horas, semanas, años a intentar hacerle avanzar. Lo que un día comprende vuelve a ser un idioma extranjero al día siguiente. La roca de Sísifo cae una y otra vez por la ladera de la montaña. Y mi Lennie la desciende a grandes zancadas con su estúpida sonrisa. Como si fuera un juego volver a cargar la roca hasta la cumbre. No es un juego Lennie, es un castigo. Que dios me perdone, me revuelvo contra él.

Lennie se ha convertido en un gigante con una fuerza desmesurada, lo que le convierte en la perfecta mula de carga. El dueño del almacén del pueblo le ha dado trabajo a regañadientes. Después de mucho insistirle accedió a ello como si me estuviera haciendo un favor en deferencia a haber sido la maestra de sus hijos. Por supuesto le paga menos de la mitad que al resto de los chicos que tiene como aprendices. Cuando me acerqué un día para llevar a Lennie algo de comer, si le doy el bocadillo cuando sale de casa no llega entero a la fábrica, me encontré con una escena espantosa que, sin embargo, ya se había perfilado en mi subconsciente: los otros aprendices de la fábrica se aprovechaban cruelmente de él. Lennie hace el trabajo más sucio, el más duro, el que nadie quería hacer. Los demás lo utilizaban para reírse. Le gastan bromas pesadas, algunas de las cuales le producen un terrible dolor físico. Sabía que todo esto sucedería. Pensé en sacarlo de allí. Afortunadamente no nos hace falta el dinero para vivir. Pero si Lennie no logra desarrollar la mínima habilidad para defenderse contra la hostilidad del mundo, ¿qué será de él cuando yo no esté? ¿cuando yo no pueda intermediar en su día a día? El mundo es un sitio terrible que destina lo peor a personas como Lennie incapaces de responder, ni siquiera por supervivencia, a la hostilidad; y lo hace con una contundencia aún mayor cuando esta incapacidad para defenderse se concentra en un cuerpo de poderosa apariencia. ¿Por qué ese afán de destruir? ¿Por qué esa tendencia innata en el ser humano a seguir la leyes de la más básica animalidad? ¿Es esta tu imagen y semejanza, Señor? Crueldad, injusticia y desproporción. Tal vez me apartes de tu lado por estas palabras. Tal vez me niegues tu rostro cuando muera. Soy madre antes que hija tuya. No eres justo. No lo eres.

George me gusta. Es un gallo de pelea propio de su edad pero le intuyo un fondo diferente. Lennie lo adora. Vive en una permanente excitación desde que George se ha instalado en casa. Intenta imitarlo en todo como un hermano pequeño que confiere a su hermano mayor poderes casi divinos aunque Lennie sea dos o tres años mayor que él. Siento que estoy privando a George de una parte de su libertad al uncirlo al yugo de Lennie. Eso si lo consigo. Por otra parte pienso, o quiero pensar para tranquilizar mi conciencia, que tampoco hago nada malo. ¿Es malo potenciar y facilitar un vínculo de amor entre dos personas? ¿Convertir a dos muchachos que están completamente solos en el mundo en hermanos y hacer que sus vidas no sean indiferentes? Qué otra cosa, sino el amor, puede hacer que nuestro indefectible caminar hacia la tumba tenga algún sentido. George tiene algunas cosas en común con Lennie. Creo que no ha sido entrenado en el afecto. Recibe mis señales de cariño con la tensión de un animal salvaje. Yo no decaigo. Dejo caer mi mano sobre su hombro cuando les sirvo la cena, como un accidente fortuito. Noto sus músculos en tensión bajo mi palma. No la muevo. Insisto en el gesto mientras hablo de cualquier nadería. Le aparto un mechón del pelo como si lo estuviera peinando. Me río yo sola por la noche. Es como si estuviera domando a un potro salvaje. Obligándole a que se acostumbre a las nuevas señales. Me siento una loba vieja intentando que mis lobeznos se hagan poderosos a través del amor. Una loba vieja. Moriré lanzando dentelladas a cualquiera que quiera hacer daño a mis cachorros.



George

Lennie ya era un grandullón cuando George se sumó a la pandilla de chavales que se movían juntos por los alrededores del pueblo. Un tipo tan grande y tan tonto. George era un niño espabilado. De los que mandan en un grupo. De los que deciden a qué se juega y ponen las reglas. De los que saben captar la atención y manejan emocionalmente al resto. De los que son elegidos como líderes en esos acuerdos tácitos que se dan entre un grupo de adolescentes. De los que protegen al grupo pero también pueden ser extraordinariamente crueles con alguno de sus miembros cuando las cosas no se dan como ellos piensan. O incluso de los que saben poner en ridículo a otro miembro de la joven manada por el mero hecho de que disfruten de algo que ellos no tienen: desde el amor de una madre, un hermano mayor, una posición económica, un regalo el día de su cumpleaños o una casa confortable. George nunca tuvo algo semejante.

Hijo único. Su madre murió en el parto. El padre se marchó para ganarse la vida dejando al niño al cuidado de la abuela. Pronto dejó de enviar dinero y tras algunos años sin noticias de él se enteraron de que había muerto en un accidente laboral.  La abuela le anunció la noticia a George en el mismo tono neutro y despegado en el que le decía que se levantara o que echara de comer a las gallinas. George se quedó un poco parado. Pensó que debía sentir algo. Buscó de forma inconsciente durante unos segundos algún tipo de sentimiento. Cómo iba a sentir algo por la muerte de una persona de la que ni siquiera recordaba la cara.

La abuela era una mujer huraña. Alguien que sólo esperaba de la vida su mero discurrir hasta que el señor se la llevara. Había visto morir a sus hijos y a su marido. Y su existencia estaba marcada por la soledad y la difícil labor de subsistir en medio de una pobreza extrema. La presencia de su nieto no vino nunca a paliar el dolor, ni la tristeza, ni la pobreza. El cariño es un músculo que debe ser trabajado y que se atrofia si no se le somete al entrenamiento adecuado. La mujer crió a su nieto por pura inercia. Igual que echaba de comer a los animales o cultivaba su pequeño y árido jardín para sacarle alguna hortaliza: golpes de azada sobre una tierra cada vez más dura y desagradecida por la falta de lluvia.

George procuraba estar el menor tiempo posible en su casa. Iba a dormir o cuando el dolor de estómago le recordaba que no había comido nada en todo el día. Deambulaba de un lado a otro a su aire. Manteniendo con su abuela la misma relación que se tiene con un fantasma. George tenía apenas quince años cuando ella murió. El padre de alguno de sus amigos de la pandilla fue a buscarlo al río y le regañó por no estar en casa el día de la muerte de su abuela después de lo que la pobre había hecho por él. George entró en su casa y recibió inexpresivo las miradas de reproche y de conmiseración de las pocas personas que se habían reunido alrededor del cadáver de su abuela. La miró fijamente metida en el modesto cajón de madera en el que la enterraron. Aquella mujer consumida por la vida y ahora, incluso un poco más seca por la propia muerte, era su única familia. Su muerte lo dejaba solo, completamente solo en el mundo. Volvió a buscar en su interior algún resorte emocional que lo pusiera a la altura de las vecinas (alguna de las cuales ni siquiera conocía) que acompañaban el féretro sin parar de gemir. Ningún movimiento en su alma, salvo, tal vez, un incierto sentimiento de desprecio por ese mundo que lo miraba en su inmensa soledad. Apretó un poco para ver si por fin brotaban las lágrimas pero se sintió tan seco como su abuela.  Abandonó el intento y clavó su mirada en el suelo para que nadie pudiera ver la inexpresividad de su rostro. Su mente comenzó casi de inmediato a imaginar la mejor manera de  humillar al chaval de su pandilla que le había dicho al padre en qué lugar del río podía encontrarlo.

Por su edad y a falta de un adulto que lo tutelara, George debería haber pasado a los servicios de acogida de menores. Pero ¿quién se iba a preocupar por un chaval de quince años en un pueblo de mierda? Además Clara, una vecina de su abuela, lo invitó a quedarse en su casa  cuando los dueños de la pequeña vivienda de alquiler en la que vivía con su abuela vinieron a echarlo. Clara era una mujer cariñosa y alegre. George recibía sus caricias y sus atenciones con intranquilidad, con desconcierto, sin saber muy bien qué hacer o cómo comportarse ante ese nuevo estímulo. Esto no desalentaba a Clara. Nada desalentaba a Clara. Aquella mujer menuda sólo perdía la sonrisa cuando, muy de vez en cuando, se paralizaba mirando a su enorme y retrasado sobrino. Lennie podía pasar horas mirando el movimiento de un molino de viento. Con su mandíbula descolgada y el rostro inexpresivo. La sonrisa de la tía Clara parecía replegarse durante unos segundos asustada por la distancia del mundo en el que habitaba su único pariente vivo. Pero pronto regresaba y su expresión volvía a iluminarse. La tía Clara se acercaba a Lennie, le pasaba su pequeña mano por la espalda y le decía: ¡¿Dónde estabas?, Lennie, Lennie, que te vas tan lejos que algún día no vas a saber regresar!  Lennie la miraba con extrañeza, como si por un segundo no supiera quién era esa mujer que le dedicaba su afectuosa atención. Después, indefectiblemente, una sonrisa se abría paso en la distante inexpresividad del gigante ensimismado y, tía y sobrino parecían secretamente iluminados por una fuerza desconocida.

George los miraba como quien mira por primera vez los extraños rituales de una tribu desconocida. Eran personas como él pero su comportamiento respondía a unos códigos que nunca había manejado. Hablaban una lengua extranjera.
El ser humano está preparado para aprender otras lenguas. Incluso cuando no ponemos mayor empeño en hacerlo pero la escuchamos a diario, el sonido de sus palabras va revelando poco a poco su significado. No queremos hablarlo. Siempre da vergüenza. Hasta que un día una frase surge de una forma espontanea y sorprendente. Sin traducción previa. La primera frase en esa lengua desconocida se formó con arrolladora claridad en la cabeza de George el día en el que le ordenó a Lennie que se tirara al río a pesar de saber que no sabía nadar. Lennie hacía cualquier cosa que esa suerte de hermano que le había dado su tía le decía. Esto hacía que George se sintiera poderoso. El poder que emana de mandar y que te obedezcan sin ponerte jamás en cuestión. Y más si quien acata tus órdenes es un ser con una fuerza desmesurada.

Lennie saltó al río en cuanto George se lo ordenó jaleado por las risas de sus compañeros de juego. Braceó desesperadamente durante mucho tiempo intentando mantenerse a flote. Llamaba angustiado a George para que lo ayudara. Parte de los chavales salieron corriendo para evitar estar en el mismo sitio cuando aquello acabara. Otros seguían riéndose. George miraba paralizado la angustia vital de Lennie que seguía gritando su nombre cada vez que conseguía sacar la cabeza fuera del agua. Fue un resorte inconsciente el que le impulsó a saltar al río para ayudarle. Después de mucho esfuerzo, George consiguió arrastrarlo hasta la orilla. Lennie se abrazó a él agradeciendo desde lo más profundo de su corazón que lo hubiera salvado. George sintió una oleada tibia entre los brazos de su hermano putativo. Sintió el cariño de Lennie, sintió su entrega, sintió su amor incondicional y sintió una profunda vergüenza de sí mismo… El extraño lenguaje en el que la tía Clara hablaba se conformó en su cabeza con claridad. Un rayo diáfano y cálido que, a pesar de su fuerza, nunca perdió su condición de extranjero. Por primera vez en su vida el intangible poder del vínculo del amor lo enredaba y se aferraba a su cuerpo con la misma fuerza que lo abrazaba Lennie.
Si Lennie ya estaba entregado a George de antemano, desde aquel día pasó a considerarlo su héroe. Y George aceptó el papel. Ya nadie podía meterse con Lennie. Nadie tenía derecho a llamarle tonto o hacerle las bromas con las que antes se burlaban de él. Lennie era cosa suya, era su responsabilidad. Sin darle un nombre, sin pensar sobre ello, George creó el primer vínculo afectivo verdadero de su vida.